martes, noviembre 25, 2008

10

Cómo ha cambiado todo desde hace unos meses. Cómo he cambiado yo.
Es difícil dormir con la conciencia turbia. Siempre he sentido un poso dentro de mí que durante el día me resultaba sencillo ignorar, pero al llegar la noche, en la soledad de mi celda, era imposible desterrar de mi pecho.
La primera vez que vi desnudarse a la hermana Clara en el huerto ese poso se hizo fuego y abrasó mi cuerpo. Desde entonces soy otra. Otra que he sido siempre pero he mantenido escondida en el último rincón de mi mente.
Ni pude ni quise dominarme cuando salí a buscarla. No me arrepiento: esa noche conocí el paraíso. Ahora, si algo me preocupa de este pecado es que acabe. Ya no podría soportar el vacío de antes.
Lo que ella quiera. Cualquier cosa que ella quiera con tal de seguir teniéndola. No me importa que no quiera venir directamente a mi celda. Sé que se desnuda en el huerto para alguien que la mira desde la casa de enfrente. A lo mejor un antiguo amante.
Pero me da igual, cuando siento sus pechos contra los míos sé que ella se enciende como yo y su placer me embriaga. Qué más da lo que hace manar néctar de su sexo, lo único que quiero es beberlo, sentir que me empapa el rostro. Perderme en su carne cada noche.
Ya no rezo. ¿A quién? ¿A un fantasma por muy todopoderoso que sea? Dedico las horas de oración a pensar en ella, a recordar cada instante, cada detalle, a imaginar nuevas delicias. Y, cuando la veo en el comedor o en la capilla, un calor insoportable aparece entre mis piernas y tengo miedo de que alguna hermana note como tiemblo de pies a cabeza.
9

–Me da igual las veces que lo haya contado. Repítame lo que vio.
–Como le he dicho a su compañero salí de mi oficina al escuchar los disparos…
–¿Cuántos?
–¿Disparos? Creo que… cuatro. Sí cuatro.
–Bien. Salió de la oficina ¿y?
–Vi a los dos curas tirados en el suelo y al policía chorreando sangre por el pie que se arrastraba hacia la salida…
–¿Por qué sabe que era policía?
–Hombre. Por el uniforme.
–¿Así que era un policía uniformado?
–Claro. Le ayude a llegar al vestíbulo y entonces apareció el otro…
–¿También uniformado?
–Sí, desde luego. Me empujó de mala manera, agarró como pudo al herido y se lo llevó a rastras hasta el coche patrulla que tenían en la puerta. Arrancó y salieron a toda hostia. Justo en ese momento llegaron los policías de la comisaría de aquí, de la estación, y les conté lo mismo que ahora a usted.

sábado, septiembre 27, 2008

8

Mis hábitos nocturnos no me producían ningún problema de conciencia. Yo no era monja por vocación, era lo que entre nosotras llamábamos, con propiedad, una reclusa. Aquel cura pequeño y calvo, con cara de sabandija, me lo dijo bien claro:
–Sólo existe un lugar seguro para ti: un convento de clausura. Fuera corres el riesgo de sufrir un accidente en cualquier momento.
No sé si me amenazaba o quería protegerme, pero, desde luego, hablaba en serio. Yo tenía mucho miedo, tenía motivos para tenerlo, hacía apenas unas horas habían intentado atropellarme por tercera vez en sólo dos días. Un coche se subió a la acera buscándome. El oportuno empujón de un indigente en el último instante me salvó la vida. No tenía duda: aquello estaba relacionado con Jasón. Su muerte fue lo más terrible que había ocurrido en mi vida. ¿Cómo alguien tranquilo y educado podía convertirse en un asesino suicida sólo cinco minutos después de haberme prometido que me llamaría la noche siguiente? No podía creerlo.
–No se puede dudar de la versión oficial del Vaticano. ¿Comprendes, Clara? Ningún creyente pue­de dudar –me ordenó el cura gordo.
–Yo no soy creyente –contesté.
Pero hice caso a los dos curas y me dejé encerrar entre estos muros. ¿Podía hacer otra cosa?
7

–No sea usted ingenuo: creer que el Papa gobierna realmente la Iglesia es como pensar que el actor protagonista de una película es quien la ha escrito y dirigido. Eso sólo ocurre en contadas ocasiones, normalmente el director elige a los actores según su capacidad para hacer lo que quiere que hagan, pero él ni aparece en la cinta o lo hace fugazmente como Hitchcock. Si se elige a sí mismo como protagonista es porque cree ser el más idóneo para el papel. Pero eso es todavía más improbable, prácticamente imposible, en el Vaticano, donde la intriga y el secretismo son la sustancia misma de su estructura.
Entiéndame: no considero irrelevante quien será el sucesor del Papa asesinado, pero es sólo un indicio, quizás un dato fundamental, para saber lo que realmente importa: quién mueve los hilos en la sombra y qué intereses defiende.
Siguiendo esta línea argumental, si el difunto Papa era un obstáculo para los intereses de alguien, la idea de un complot dentro del Vaticano no se puede desechar. Sobre todo cuando la versión oficial de un atentado fundamentalista islámico resulta tan poco convincente.
6

Sólo diez minutos después de la hora prevista el tren entró en la estación torpe y majestuoso. Asomada a la ventanilla, Laura buscó entre las sonrisas que esperaban en el andén, pero ninguna era para ella. Algo triste y desconcertada bajó del vagón, siguió buscando entre abrazos y bienvenidas sin resultado: nadie había venido a recibirla. Arrastrando su pequeña maleta con ruedas se dirigió a la salida.
Multitud de curiosos se agolpaban en torno a una zona acotada por una banda de plástico con el anagrama de la policía.
–¿Qué ha pasado?
–No sé. Parece que ha habido un tiroteo y han matado a un tío. Líos de drogas, seguro.
Se puso de puntillas y alargó el cuello para intentar ver lo que ocurría dentro. Le dio un vuelco el corazón: unas manos envueltas en látex introducían en una bolsa un viejo ejemplar de “El apoyo mutuo” manchado de sangre. Forcejeó hasta colocarse en primera línea de los curiosos. En el suelo, junto a un banco, una tela plateada cubría lo que debía ser un cadáver, un hilo de sangre se deslizaba bajo sus pliegues. Reprimió el primer impulso de entrar en la zona y levantar la tela para ver el rostro del muerto. No podía ser él, era demasiado voluminoso, de aquel fiambre se podían sacar dos o tres waldos por lo menos. Pero había estado en el fregado, conocía de sobra el libro, era suyo, no le cabía duda. En el espacio acotado, aquí y allá, había otras manchas de sangre.
–¿Cuántos muertos ha habido?
–Sólo ese y un herido que se han llevado hace un rato.
–¿Cómo era?
–No le he visto bien, pero también era cura.
–¿Cura?
–Sí. Lo mismo que ese que está tapado
Respiró aliviada. Waldo podía haberse convertido en cualquier cosa, pero en cura jamás.
5

Otra noche más soñando despierta, pero sin poder dormir. Parecía que iba a ser una noche como tantas otras. Nada era diferente, sólo la extraña luminosidad que entraba por la ventana de mi celda era más clara y lechosa que nunca. Era como estar dentro de una nube de luz.
Me levanté y me acerqué para mirar por la pequeña ventana que daba al huerto. En el edificio de enfrente sólo había una luz encendida, como cada noche desde hacía unos días. Y en el quicio de aquella ventana tenuemente iluminada se recortaba, como siempre, la silueta de un hombre. Me turbaba y excitaba. Era extraño, pero, de alguna manera, compartía mis noches en vela con aquella presencia. Cuando, presa de mi excitación, terminaba mastur­bán­dome, era su mano la que me acariciaba y podía ver su rostro claramente sobre mí, aunque al día siguiente no sería capaz de describirlo.
¿Qué atrae a las mariposas nocturnas hacia la luz? Una fuerza semejante, que provenía de aquella ventana, me empujó a salir de mi celda y dirigirme al huerto. Aunque no podía distinguir sus rasgos en el contraluz de la ventana, sentí sus ojos acariciando mi piel, entrando dentro de mí, poseyéndome.
Con el cuerpo ardiendo empecé a desnudarme. Cada prenda que me quitaba, cada parte de mi cuerpo que dejaba al descubierto, me producía una brutal oleada de placer. El fuego crecía más y más en mi interior. Cuando, por fin, me quite las bragas y rocé mi sexo con la punta de los dedos, una enorme llamarada me envolvió y perdí la consciencia.
Viajé a los laberintos del placer. Besos de labios ardientes llenaron mi boca; manos tibias y temblorosas exploraron mis últimos rincones; descubrí tesoros de fuego entre muslos de nieve; lava pura resbaló por mi rostro, por mi lengua, por mi garganta; pechos hermanos se fundieron con los míos en un carrusel de dulzura; la extenuación se escondía tras el deseo de aquel cuerpo que vibraba con el mío. Por momentos, aquella tormenta de pasión parecía calmarse pero sólo para explotar de nuevo con mayor violencia, para llevarnos aún más lejos en el universo de la carne.
Cuando me despertó el toque de maitines estaba en el camastro de la hermana Catalina, ella estaba desnuda a mi lado, su mano en mi pecho, sus ojos verdes y húmedos mirándome fijamente, asustada y feliz.

miércoles, septiembre 20, 2006

4

–Tenemos una misión histórica: la conservación de la fe. Y nunca ha estado tan amenazada como ahora, el ateismo marxista se extiende por el mundo. Esa es la terrible plaga del siglo XX, ese es el enemigo principal que debemos derrotar con la ayuda de Dios, y ésta es una batalla crucial. Ya no hay vuelta atrás, miles de personas mantienen haber visto los extraños fenómenos. Debemos convertir el motivo de duda en fuente de devoción antes de que se lo apropien nigromantes y esotéricos. Para ello es imprescindible que los niños dejen de hablar sobre sus visiones o que, si lo hacen, no se aparten de la doctrina de la Iglesia, y que el Vaticano admita las apariciones de la Virgen como dogma de fe.
El Inquisidor dio una última calada al cigarrillo que había estado fumando y lo apagó meticulosamente con sus dedos teñidos de nicotina.
–Lo primero no es problema: me ocuparé personalmente y ya conoce Monseñor mi eficacia. Para lo segundo confiamos en la influencia de Su Eminencia cerca de Su Santidad. Por supuesto, contará con el apoyo incondicional de la Congregación.
3

Aún faltaba más de una hora para la llegada del tren y ya estaba Waldo en la estación. Sacó “El Apoyo Mutuo” de la bolsa que llevaba en bandolera y se sentó a leer en un banco del andén.
Sólo había leído un par de páginas cuando levantó la vista del libro. Dos curas y un hombre gris con traje gris se acercaban a él. El de gris tenía el pelo espeso y abundante, lucía un grueso bigote y tenía una bolsa de viaje en la mano.
Uno de los curas era pequeño, casi completamente calvo, con una barbita leve y escasa. Llevaba sotana preconciliar un poco ajada ya por el uso.
El otro cura era enorme y moreno. Grande, pero con cara de niño. Le debía haber costado un triunfo abrocharse el botón de la chaqueta del cleriman que amenazaba con reventar en cualquier momento.
Repentinamente, dos policías de uniforme –¿de dónde salieron?– aparecieron junto a ellos. Eran jóvenes, sobre todo uno, bajito y delgado. A primera vista no imponían mucho, sin embargo, el pequeño, seco y seguro, con cara de mala leche, soltó:
—El carné los tres, vamos.
—Bendito sea Dios. ¿No ve usted que somos sacerdotes? —dijo el cura calvo con tono de santa indignación.
—Nadie es sacerdote sólo por llevar sotana.
—Ni policía por llevar uniforme —terció el cura gordo, entre dientes.
El policía bajito reparó entonces en la bolsa del hombre gris.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó.
—Nada. Ropa y cosas personales.
—Déjala en el suelo y abre la cremallera. Pero ni se te ocurra meter las manos dentro —le ordenó el policía.
El de gris obedeció, pero mirando alrededor, buscando una dirección para echar a correr. El policía más alto sacó la pistola y le encañonó. Los curas se habían quedado petrificados, con los carnés en la mano, sin mover un músculo.
El policía bajito se agachó, metió la mano en la bolsa y sacó una escopeta con los cañones cortados. En ese momento, el cura gordo, con una agilidad insospechada por su aspecto, saltó por el centro del grupo y empezó a correr hacía Waldo. El policía levantó la recortada y disparó.
Le dio en plena espalda. A Waldo se le vinieron encima más de cien kilos de carne con la fuerza de la carrera más el empujón del impacto. El choque hizo crujir todos los huesos de su cuerpo. El gordo se quedó abrazado a su cuello y, babeándole la oreja, susurró:
—No son policías.
Echó atrás la cabeza y, con la cara pegada a la de Waldo, le señaló hacia abajo con la mirada: en la cintura tenía un pequeño revolver. Waldo lo cogió instintivamente. El cura le miró con cara de vértigo y se desplomó a un lado.
Aprovechando el instante de distracción, el otro cura y el hombre gris también habían echado a correr, cada uno en una dirección.
La sotana no es la ropa más apropiada para hacer futin. El policía alto disparó su pistola contra el cura calvo que cayó sobre el andén y se quedó allí, encogido y quieto, llorando.
El bajito disparó con la recortada al de gris, pero éste, al oír el sonido de la pistola, se había echado al suelo, de manera que el disparo de la recortada, décimas de segundo después, pasó por encima de su cabeza. Inmediatamente se levantó y siguió corriendo. El policía tiró la recortada y sacó su pistola.
—¡Síguele! ¡Coño, síguele!
El policía bajito empezó a correr tras él. Entonces el más alto se volvió hacia Waldo. Sin saber cómo, Waldo sintió una explosión en su mano derecha. La bala atravesó el pie del policía, que soltó el arma y cayó al suelo gritando de dolor.
Waldo miró en su mano la pequeña pistola, luego, a sus pies, el cadáver del cura con la cara sobre “El Apoyo Mutuo”. Algo cambió en él. Obedeciendo ya sólo a su instinto, echó a correr.
Corrió como nunca había corrido, hasta que creyó morir. Entró en un portal, no sabe de qué calle, y se desplomó en las escaleras del interior. Tardó más de un cuarto de hora en recuperar el resuello. Quizás por primera vez, sintió el animal que tenía dentro, que era. No había corrido como loco por miedo, el instinto de supervivencia lo había barrido de su mente, también había hecho que su dedo apretara el gatillo. Ahora, aunque su cabeza era un torbellino, seguía sintiendo aquella fuerza animal dentro. El piloto automático de su cuerpo había tomado el mando.
Recuperado y con el sudor casi seco, salió y caminó un par de manzanas. Como todo parecía tranquilo y tenía la boca seca, entró en un bar y pidió una caña. Al ir a coger el vaso descubrió que tenía sangre en las manos. Fue rápidamente al servicio y se las lavó.

martes, agosto 08, 2006

2

Siempre he padecido insomnio. No recuerdo una noche dormida de un tirón. En las largas horas vacías de sueño mi pasatiempo preferido es mirar por las ventanas.
Un desengaño amoroso me había empujado a aquel apartamento, justo sobre el convento de clausura. La ventana del dormitorio daba directamente al jardín-huerto interior de las monjas. Alquilé el apartamento por aquella ventana: el huerto era un oasis en el corazón de la gran ciudad.
En mis noches en vela había observado un curioso fenómeno, que se me antojaba mágico: si el cielo estaba cubierto, quizás porque las nubes reflejaban las luces de la ciudad, el huerto se llenaba con una claridad extraña, que no se sabía bien de donde procedía y en la cual los objetos no hacían sombras. En ocasiones parecía pleno día.
La primera vez que la vi, pensé que se trataba de una alucinación, pero solo me había fumado un par de porros y mi particular locura no había llegado a esos extremos. Aquella noche la claridad que inundaba el huerto era especialmente lechosa y, a la vez, hacía brillar las cosas. Apareció al fondo del huerto, como una sombra. Parecía flotar mientras avanzaba hasta que se paró justo en el centro. Entonces levantó su rostro hacia mí. Aunque a esa distancia no distinguía sus rasgos, sentí que su mirada me atravesaba hasta clavarse en mi nuca. Un espasmo de dolor-placer recorrió mi espina dorsal.
Luego empezó a desnudarse lenta, muy lentamente. El placer que experimenté aquella noche no se puede describir, sólo confesaré que mi estado era tal, que cuando se quedó completamente desnuda, sin haber dejado de mirarme ni un solo instante, perdí el conocimiento.
Me encontró el sol tirado en el suelo, con la cabeza girando en un torbellino y los calzoncillos manchados de semen seco.
Aquello se repitió noche tras noche. Al cabo de un mes mi deterioro físico se comentaba en la oficina.
Desde la primera aparición no sólo pasaba mis noches de insomnio pegado a la ventana: en realidad, sólo me separaba de ella lo imprescindible, tal era mi obsesión con el huerto. Estaba pendiente de cada movimiento de las monjas. Dos veces al día, al amanecer y al atardecer, cuatro o cinco de ellas salían a pasear al huerto. No hablaban, no caminaban juntas y, aunque se cruzaran, ni siquiera se miraban.
Nunca reconocí a mi aparición nocturna entre aquellos pálidos rostros. Incluso compré unos prismáticos, aunque sabía que eran completamente inútiles, porque, si hubiera estado allí, sus ojos se habrían clavado en mi cerebro, como cada noche.

viernes, marzo 10, 2006

1

Francisco sorbió sus mocos para coger fuerza y enfrentarse a su prima.
–Yo la luz sí la vi –dijo–. Y como fuego debajo. Pero Virgen no había, siempre te inventas cosas.
Lucía se plantó en jarras delante del niño, amenazante, cortándole el camino.
–Eres un pequeñajo estúpido –le gritó–. Dentro de la luz estaba la Virgen. Y, además, me habló: dijo que el fuego era para que viéramos como era el infierno y que allí ibas a ir tú como no reces muchos rosarios y creas en ella.
Se volvió a la niña, más pequeña, que iba con ellos, y con otro tono preguntó:
–Jacinta, ¿a qué tú sí que la viste?
Pero la pequeña se encogió de hombros y echó a correr hacia la aldea.